El título constituye un buen resguardo. A salvo quedo de ataques prematuros, de llantos desembocados, de todo lo que los hombres evitamos bajo el chiste escatológico.
Raúl era uno de los amigos más bellos de mi padre. En una apariencia regordeta y pequeña, bajo un bigote escandalosamente frondoso llenado por la ceniza perenne del cigarrillo y esos lentes gastadísimos de tanto leer y leer cuanta cosa hubo: columnas de diarios, folletos, manuales y secciones de vida social para "conocer el poder".
Político incesante, caudillo democratacristiano popular, aducía una constante preocupación e ira por las inconsecuencias del mundo y de sus camaradas. Entre su hablar prolijo, oratoria de fuste de chico prodigio de una educación pública de antaño, escondía Raúl una batería de argumentos incesantes, de improvisaciones, de recriminaciones, de maneras, de contactos. Creía en el ciudadano y en la democracia como un fanático en extinción. De manera consiguiente luchaba en la cara del abuso de poder diario: cotidianamente increpando dejaba a sus pasos detractores y amigos.
Famosas historias coronaban su gruesa fama de conversador y gran vividor: desde el hecho cómo jamás repuso sus dientes perdidos en una pichanga de barrio para enrostrarle eternamente el daño al causante como cuando su prodigiosa memoria infantil ilustraba a JM para conseguir la alineación de los equipos de fútbol de todos los tiempos.
Raúl confirmó con su vida misma que los locos lindos son especie en extinción. Eternamente incomprendidos queman con su antorcha tanta racionalidad y buenos modales, llenándonos al fin de humanidad.